Enrique Fernández Melero
TVE emite una serie histórica, Carlos, Rey Emperador en la que ha depositado grandes recursos y de la que hay que agradecer el empeño, porque cuando en España se lleva a la pantalla (grande o pequeña) algunas de las innumerables historias gestadas en nuestro país, existen motivos para echarse a temblar. Por fortuna no es así en este caso y Carlos parece seguir en la afortunada estela de aquella otra serie, Isabel, imprescindible para la producción nacional.
Los episodios, salvo algún gazapo o licencia excusable, pueden seguirse sin dificultades y no se encuentran los esquemas asumidos de lo políticamente correcto ni incurren en la grosería bajuna a que nos tienen acostumbrados las series españolas.
Como es natural se aprovechan los momentos gloriosos y las frases inmortalizadas en la memoria popular. La ultima has sido la emocionante conversión del duque de Gandía al contemplar los restos mortales de la bellísima emperatriz Isabel de Portugal. El recurso es comprensible y resulta lícito emplearlo. Por eso mismo puede echarse en falta que los productores no incluyan las palabras del Emperador Carlos durante el Consistorio del Vaticano en 1536. Aquel día Carlos leyó ante el papa Paulo III las cartas de Francisco I a Barbarroja encontradas durante la toma de la Goleta.
Un escándalo que demostraba la connivencia de aquel rey francés, desleal e indigno donde los haya, con el pirata. Su lectura provoco la vergüenza del cardenal Macon, representante de Francia, el cual le interrumpió con pretexto de no entender nuestro idioma. La contundente respuesta del Emperador constituye una auténtica joya:
"Señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida por toda la gente cristiana."
Esto dicho por alguien que por haberse criado en los Países Bajos, aprendió el español cuando contaba con 18 años.
Aunque se me tome por suspicaz sospecho que dejar escapar esta “perla” esconde el deseo de no molestar a los nacionalistas catalanes, empeñados en desterrar de sus escuelas un idioma que es también el suyo. Obsesionados en la contemplación de su ombligo, sordos al derrumbe económico de Cataluña, siguen luchando para que sus hijos pierdan un idioma que les permite entenderse con centenares de millones de personas que viven en más de 20 naciones extendidas desde el sur del Rio Grande hasta Punta Arenas, en el fin del mundo. Millones de personas que comparten con nosotros, además de la lengua, la cultura, la religión, la arquitectura y el interés generados por siglos de convivencia. No se preguntan que pasara en el futuro de la siguiente generación ni cómo podrían comunicarse con un vasco o con un gallego si continúan adelante con su cerrazón de miras.
Tampoco comprenden que el nacionalismo debería aspirar a que su gente tuviese más y no a que tengan menos, perdiendo aquello que ya poseen.
No ven en fin, que el camino conduce derecho a un suicido cultural.