Para otros dejo reflexiones y mensajes que no me considero capacitado para dar. Muchas veces ni siquiera estoy seguro de mis propias convicciones. Pero como dijo el poeta John Donne, “No man is an island”, por eso me resulta imposible sustraerme a lo que me rodea y, cómo no, a tener mis propias opiniones que no puedo evitar que de alguna manera, deliberada o inconsciente, afloren en el planteamiento de mis novelas.
Así pues cuando imagine el futuro, deseando fervientemente equivocarme, no podía ser optimista. Temía por el fututo de mi país, zarandeado por la fiebre del separatismo y abocado a su irremisible desmembramiento. Ese separatismo que hoy divide a la sociedad catalana creando fractura que no va a ser fácil reparar. Un separatismo que al amparo de agravios imaginados y de banderas inventadas busca romper la soberanía del pueblo español, no para alcanzar cotas deseables de libertad sino, y esto no lo olvidemos, en pos de un privilegio económico que les han prometido y que no les van a poder dar. Un privilegio que, sorprendentemente, parece bendecido por partidos que se proclaman progresistas y de izquierdas y que se rinden ante el espejismo de un referéndum, de un derecho a decidir que, por lo visto, solo es admisible para determinados colectivos. Votar es una manera de decidir, pero sólo es eso. Lo que convierte a las votaciones en algo digno y respetable es el objeto de la votación y no el método en sí mismo, que podría perfectamente emplearse para fines innobles como reducir los derechos y libertades de determinados grupos sociales, por poner un ejemplo. Es curioso también, y no quiero dejar de destacarlo, que quienes reclaman su derecho a decidir, se arrogan el criterio y la voluntad de comunidades como la valenciana y la de las islas baleares, inventando el esperpento de los Países Catalanes que reclaman como suyos.
Al imaginar el futuro, temía también por la institución esencial de cualquier sociedad, la familia, que está siendo asediada por leyes y tendencias que cuestionan el principio de autoridad de los padres y a los que convierten en sujetos que solamente tienen obligaciones y a los que hacen responsables únicos de los fracasos personales de sus hijos. No es pues de extrañar que las parejas jóvenes tengan un solo hijo, o ninguno, y ni siquiera formalicen su relación de pareja ante el altar o en cualquier oficina de Registro Civil. Así pues, siguiendo con mi visión pesimista imaginé, con tristeza, que la familia ya no existía y que había sido sustituida por el Estado.
La familia es el albergue principal de los mejores valores humanos, el amor, la abnegación, la solidaridad, el sacrificio y el altruismo. Fuera de la familia, en un mundo cada vez más influenciado por el materialismo, no es extraño que prevalezca el egoísmo como motor fundamental del comportamiento humano.
Con estas pesimistas premisas, pero recordando la carta de San Pablo a los Corintios, en los que les dice que “el amor todo lo puede”, he imaginado lo que podía llegarnos en un futuro cercano y que será la trama de mi próxima novela y que me voy a cuidar muy mucho revelar.